Hoy me desperté muy temprano, soñando con una invasión alienígena. Era un asco de sueño, así que preferí levantarme.
El cielo estaba completamente nublado, me vestí y salí con mi cámara a sacar fotos. Los días nublados son mejores para fotografiar, al menos en blanco y negro, y al menos para mí. A pleno sol, y mas en este verano tropical, todo se ve brillante, es como si en un concierto el baterista golpease los platillos constantemente hasta que te duelen los tímpanos, pero en las retinas.
Cuando sacas fotos a pleno sol las luces son blanquísimas y las sombras son muy oscuras. Debes elegir una parte de la imagen, abrir o cerrar el diafragma de acuerdo a ello, y resignarte a perder el resto. Los ojos hacen algo parecido, pero de forma automática y muy rápida: allí donde miramos, enfocan y adaptan el diafragma. Siempre es en un punto, o una zona reducida (el tamaño de la zona que miramos depende, aparentemente, de cada uno). Y para el resto de la imagen el cerebro se encarga de corregirla, completarla o ignorarla. La cámara en cambio es precisa e implacable. Y también honesta, sin engaños ni realidades inventadas para ocupar el espacio vacío.
Sacar fotos es convertirse por un momento en máquina. Algunos creen que «usas» una máquina. Son los que no saben sacar fotos. Te conviertes en máquina, giras un anillo y enfocas con tu ojo mecánico, giras otro anillo y lo adaptas a la cantidad de luz. Pulsas un botón y guardas ese recuerdo para siempre.
La gente suele (o solía) sentirse defraudada al ver las fotos de sus vacaciones. Las fotos no representan lo que ellos vieron. Te dicen «lo que había no se puede captar con una cámara». En realidad es que intentaban captar lo que había en su mente, no lo que estaban mirando. Cuando te conviertes en máquina te das cuenta de lo que hay, y de lo que no hay. Y por eso dejas de hacer muchas fotografías. También dejas de estar feliz y triste.
El cine muchas veces ha retratado a hombres-máquina, y usualmente así, porque los cineastas suelen conocer la cámara. En la literatura en cambio son diferentes.
Las cámaras modernas, y cada vez mas, abstraen a la persona de la máquina. No la humanizan, sencillamente la informatizan. La persona sigue deshumanizada y la máquina ha sido desmecanizada. La persona, que ha sacrificado el vivir la experiencia para fotografiarla (aunque sea por un momento), ya no la vive ni siquiera como máquina. La cámara saca la foto y la muestra: «¿estás conforme con éste recuerdo, o quieres otro?» ¿y como saberlo?.
Al final salió el sol. Se ha pasado el momento de la máquina y he vuelto a casa. La persona sigue ahí durmiendo. Espero que haya acabado la invasión alienígena.
Leyendo Diario de la galera de Imre Kertész me encontré esta reflexión con la cual estoy muy familiarizada. ¿Qué es la vida? La vida: tiempo que pasamos dedicados a cosas en gran parte superfluas. La característica principal del «santo» no es quizá la obsesión, la monomanía, sino el terror a perder el tiempo. El tiempo lleva el sello de lo insustancial, hasta que se cumple su terrible mandato, la senectud y la muerte. En Europa todo se resuelve con el trabajo o, mejor dicho, con el servicio laboral. Pasar por el paso subterráneo y darse de bruces con el trajín. ¿Adonde van tan deprisa? No es una pregunta barata referida a la muerte; se trata de que lo insustancial les resulta tan importante. Levantarse por la mañana, la higiene, la familia, los medios de transporte, ocho horas de trabajo —en su mayoría actividades insustanciales que no forman parte de la existencia—, luego la compra, más medios de transporte, un poco de diversión—que no afecte a la existencia, de ser posible—, en el
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